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A propósito del sistema electoral, por @jalemanuris

Por Javier Alemán Uris (politólogo y jurista)

La gobernabilidad de España ha descansado en las últimas décadas en los nacionalismos periféricos. No hay que remontarse al Pacto del Majestic o a la reestructuración presupuestaria de 2010, sino que las recientes semanas dan buena prueba de ello: las cuentas del Ejecutivo salen adelante con nacionalistas vascos y canarios poco antes de que los mismos junto al independentismo catalán y vasco censurasen al propio Mariano Rajoy y provocasen un cambio de gobierno tras la primera moción de censura exitosa a nivel estatal en nuestra democracia. En este contexto, Ciudadanos ha cuestionado el papel que han de jugar los partidos de ámbito autonómico y vocación nacionalista en la gobernanza y la definición de las políticas públicas estatales. Así, el partido de Albert Rivera ha propuesto introducir una barrera del 3% de los votos a nivel nacional para que una candidatura pueda optar al reparto de escaños en el Congreso de los Diputados con el fin explicitado de excluir de dicha distribución a los partidos de carácter autonómico.

Las líneas básicas del sistema electoral español se encuentran fijadas en la Constitución Española de 1978 (CE), donde se señalan algunos criterios que condicionan en buena medida y sin posibilidad de alteración mediante normas jurídicas de rango inferior la elección de los miembros de las Cortes Generales. Los cimientos constitucionales sobre los que se asienta dicho sistema son 1) la circunscripción electoral provincial, 2) reparto proporcional sin especificación de fórmula matemática concreta, 3) un número de Diputados que ha de fijar el legislador entre 300 y 400 y 4) una asignación mínima inicial de Diputados a cada distrito electoral (arts. 66 y siguientes de la CE). La Ley Orgánica del Régimen Electoral General desarrolla estos fundamentos y opta por la fórmula electoral conocida como Ley D’Hont (moderadamente proporcional) y por la cifra de 350 Diputados (término medio respecto del abanico ofrecido por el constituyente). Además, se introduce en la norma legal la barrera electoral del 3% de los votos aplicable en cada circunscripción de forma aislada.

Hay un cierto consenso en la idea de que este sistema electoral, de algún modo hereditario de la Ley para la Reforma Política de 1977, fue un ejercicio de gerrymandering que buscaba subrepticiamente favorecer en los comicios venideros a la fuerza política artífice del mismo, la extinta UCD. El modelo básicamente primaba el voto rural en detrimento del urbano. Se sobrerrepresentaban para el reparto de escaños aquellos espacios territoriales despoblados de voto tendencialmente conservador sustrayendo parte de la representación que proporcionalmente correspondería a núcleos urbanos con mayor densidad poblacional. Esta estrategia se petrificó en el máximo rango normativo por medio de dos criterios constitucionales ya apuntados anteriormente: la circunscripción provincial y la asignación mínima inicial de representación a cada provincia con independencia de su población. ¿El resultado? Un Diputado por Soria necesita para ser elegido unos 15.000 votos, uno por Madrid más de 95.000 votos.

El régimen electoral, por lo demás, burla la exigencia constitucional de responder a una fórmula proporcional mediante la Ley D’Hont mientras da lugar a unos efectos en la práctica correspondientes a un sistema cuasi mayoritario por la escasa magnitud de un buen número de circunscripciones. Dicho de otra manera: el reparto pierde parcialmente sus efectos proporcionales al ser segmentado en 52 distribuciones de escaso número de Diputados.

Con un ensayo de cuatro décadas ya podemos concluir, a la vista de los datos, que nuestro sistema electoral favorece en el reparto de escaños a los partidos mayoritarios de ámbito estatal, perjudica a los minoritarios de igual ámbito y es relativamente inocuo o neutral en el caso de los partidos nacionalistas. Es un modelo que, aunque ha dado valor a la gobernabilidad sacrificando relativamente la proporcionalidad, ha permitido cuatro sistemas de partidos diferentes (multipartidismo moderado de 1977-1982, hegemonía imperfecta de 1982-1989, bipartidismo imperfecto de 1993-2011, multipartidismo de 2015-2016) sobre los que hemos transitado, por cierto, con plena normalidad institucional.

Bajo mi punto de vista, la valoración de una iniciativa de reforma del sistema electoral de forma aislada en estos momentos constituiría un error político. Es generalmente pacífica la idea de que nuestro modelo constitucional, el menos en lo que se refiere a la configuración territorial, ha entrado en un punto de inflexión y que la crisis territorial que padecemos como Estado no va a resolverse sin una reflexión de nuestro marco constitucional. Como ello irá necesariamente ligado a la reformulación del papel que nuestra Cámara Alta como Cámara de representación territorial (art. 69 CE) ha de jugar, es razonable vincular la eventual modificación del sistema electoral a la reconfiguración de las Cortes Generales y otros órganos constitucionales. Dicho de otra manera: primero hemos de decidir como comunidad política cuáles son nuestros objetivos (mayor o menor descentralización, reparto competencial), posteriormente de qué instituciones nos dotamos para alcanzarlos (Senado, órganos autonómicos, foros multilaterales y bilaterales) y por último cómo seleccionamos a las personas que han de dotar de vida a tales instituciones (sistema electoral, nombramientos e incompatibilidades).

¿Cuáles deben ser los hitos fundamentales de la reordenación institucional que se entrelace con un nuevo sistema de elección de representantes públicos, todo a través de una reforma constitucional? En primer lugar, la Constitución Española concibió expresamente a la Cámara Alta en su artículo 69 como una Cámara de representación territorial que, junto al Congreso de los Diputados, representa al pueblo español (art. 66 CE). Lo cierto es que en el resto del articulado, además del procedimiento de elección y de designación de Senadores, es conocido que el constituyente ha dotado de facto al Senado de las funciones propias de una cámara legislativa de segunda lectura, sin capacidad real de veto aunque sí de dilatación temporal o, como comúnmente suele denominarse, de enfriamiento legislativo. Pues bien, repensar el Senado como un foro donde verdaderamente los intereses territoriales puedan hacerse valer pasa necesariamente por revisar el método de elección y designación de Senadores. Algunas ideas útiles a este respecto se han esbozado en estudios de la Fundación Alternativas  o en  +Democracia. Baste decir aquí que la configuración federal de nuestra organización territorial implica de forma indispensable que se arbitren espacios de debate y decisión tanto multilaterales como bilaterales para que las Comunidades Autónomas o federaciones puedan, desde su propia especificidad, cooperar entre sí y con el resto de entidades territoriales (a saber; provincias, islas y municipios; según el art. 140 CE).

Por otro lado, una mayor proporcionalidad en la distribución de escaños a las candidaturas electorales sería útil para fortalecer la legitimidad del Congreso, habida cuenta de que supone intensificar la fidelidad con la que el órgano representa al pueblo español. Hay múltiples opciones en este sentido. Las iniciativas más convincentes tienen que ver con emplear una fórmula electoral más proporcional (Sainte-Laguë es una posibilidad bien valorada por expertos) y/o fijar la Comunidad Autónoma como circunscripción electoral, lo que además de resultar más coherente con nuestra ordenación constitucional amplía el número de Diputados a repartir por distrito electoral con el consiguiente incremento de proporcionalidad. Esta última sería aún mayor si, adicionalmente, elevamos el número de Diputados a los 400 ya previstos por el art. 68 CE. Ahora bien, los riesgos de fragmentación parlamentaria excesiva obligan a un estudio sosegado del impacto que tendría en la composición de nuestros órganos legislativos cualquiera de estas modificaciones. Nótese que ya con un sistema electoral ideado en buena medida para propiciar mayorías de gobierno estables hemos presenciado una repetición electoral automática, por lo que no sobra advertir que los partidos políticos españoles aún tienen trabajo por hacer en la habituación al pacto y la coalición gubernamental.

En definitiva, y por sintetizar los planteamientos esbozados en los párrafos anteriores, es deseable reflexionar sobre el funcionamiento de nuestra democracia representativa pero ello no debe hacerse como un mero análisis aislado sobre el procedimiento de elección de Diputados y de Senadores sino en el marco de una valoración más sosegada sobre nuestro ordenamiento constitucional y el fin mismo de las instituciones que pretendemos reordenar. Esto es, prioricemos el qué sobre el cómo e inmediatamente después empleemos la arquitectura jurídica precisa para ello.

 

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